Había
una mujer. Una mujer con miles de manías, con cientos de pliegues en su piel,
con unos ojos perdidos en el vacío. Había una mujer que hablaba con nadie, con
su impotencia y su ansiedad; hablaba en el lenguaje más cuerdo de todos, el lenguaje para sí misma. Disertaba con ella misma y se enfadaba sin motivo, te
miraba y, en el fondo de sus ojos, podías ver el sufrimiento de una mente que
ya no responde a razones. Había una mujer bella, no por su piel cuarteada ni
por su excesiva vacuidad, era una mujer bella porque sí, sin atender a un
patrón. Era bella sin pedir explicaciones por ello y sin tener que dar cuentas
a nadie. Había una mujer y, a su lado, había un hombre. Si, por supuesto,
también había un hombre. Serio, con un bigotillo curioso que le bañaba el labio
superior; alto, quizás demasiado alto para una mujer tan pequeña. Había un hombre terco,
impaciente e inquieto, un hombre que hacía ver que no sabía lo que pasaba a su
alrededor. Había un hombre que disimulaba fatal su enorme inquietud, que corría
cuando quería volar y volaba cuando no podía desvanecerse. Había un hombre
enamorado, un hombre enamorado de una mujer enferma. Ella, a veces, le miraba y
otras tantas no; él, sólo tenía ojos para ella.
Pero no
le importaba, no le importaba absolutamente nada. Él la quería a ella, la
quería desde el primer día que la vio y desde entonces, supo que el destino
juntaría sus caminos. La quería sobre todo cuando se enfadaba, cuando se ponía
celosa sin motivo o cuando no estaba maquillada. La quería incluso cuando la
enfermedad empezó a consumirla, cuando ya no sabía distinguir entre lo real y lo
ficticio. Incluso ahí la quería, incluso ahí la quiere.
¿Si me lo dijo? No,
nunca. Esas cosas no se dicen, se descubren.
Y descubrir su mirada de enamorado,
fue suficiente para explicarme la historia entera
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