Están aquí, conmigo. Son ellos. Mis dos mejores amigos.
Ella es perfecta, sublime, una artista en potencia. Sonríe y el mundo se para sólo para verla a ella. Hace que la vida sea un lugar en el que apetece quedarse, congelar ese momento en el que estás con ella y no dejar que se derrita nunca. Hace que los detalles de la existencia comiencen a cobrar importancia, que lo pequeño se haga grande y que lo enorme merme su tamaño. Consigue que tu día sea brillante, pone parte de su luz propia en mí y me transmite todo el positivismo que me falta. Transforma una lágrima en una risa contagiosa, una posible tormenta en un sol radiante y un dolor de cabeza en ganas de abrazarla. Es la mejor amiga del mundo.
Y luego está él. ÉL con mayúsculas. Me torno tan bipolar cuando estoy con él. Puedo sonreír y estar desgarrándome por dentro, pero puedo llorar y sentir que lo quiero a rabiar en ese momento. Es diferente, es divertido, es todo lo opuesto a mí y eso hace que me guste tanto. No sigue a nadie, es dueño de si mismo, de sus actos y de su vida. La corriente no le arrastra, es más... crea su propia corriente, y a mi me encanta seguirla. Porque adoro verle llegar con las uñas pintadas de negro, me encanta cuando sonríe pero cuando lo hace de verdad. Está guapísimo. Disfruto a su lado como una niña pequeña. No es un príncipe azul, ni hace falta. Me hace feliz y con eso me es suficiente.
Y con ellos mi tarde pasa rápida. Las horas corren y yo no le doy importancia, con ellos el tiempo pierde todo su sentido. Entre arroz, solomillo y patatas fritas. Entre coca-cola y té de limón. Entre risas, conversaciones, telenovelas, masajes a medio hacer, cosquillas en la espalda, películas que no se ven, intentos de encontrar el punto sexy, bailes insinuantes, el estudio de mis besos, la manera en que nos acoplamos, temas traumáticos.
Entre él y ella.
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