Me miras, intentando adivinar mis pensamientos. Intentas saber si te odio, si te quiero, si ahora mismo quisiera golpearte hasta hacerte sangrar, si te guardo algún rencor o si lo estoy pasando mal. Golpeas con tu mirada en mi cuerpo buscando un atisbo de fragilidad, sonríes tras el asomo de mi vena dramática e irrumpes con tu luz en la oscuridad en la que se ha tornado mi vida. Desafías con tu mirada a cada una de mis lágrimas, que ya han aprendido cuando deben dejarse ver y cuando no, que es la mayor parte del tiempo.
Me miras con esos ojos que, hasta hace dos semanas, me regalaban amor y que, hoy en día, sólo me transmiten pesar e incertidumbre. Me confunde tu risa, y me hace pensar que todo esto no te afecta en absoluto. Sé que no es así, pero de todos modos, confunde. Tu inseguridad me vuelve insegura ante algo que ni yo misma comprendo, algo que por mucho que le de vueltas no logro entender.
Veo destellos marrones en cada rincón de mi memoria, y recuerdo lo feliz que me sentía al ver ese color brillar, lo mucho que me llenaba y la satisfacción ante algo tan absurdo como sacarte una sonrisa. La sensación de pertenecer, por fin, a un momento y lugar exactos era sobrecogedora y me hizo quererme un poco más cada día. Pero todo lo bueno sea acaba, o queda en parón durante un tiempo.
Aún hoy, sigo pensando en esos ojos marrones y en lo mucho que aprendí de ellos. Me hicieron fuerte y guerrera, me permitieron expresar todo lo que llevaba dentro, me concedieron el honor de descubrir que no todo era tan oscuro, dibujaron sonrisas en mi alma y escalofríos en mi piel, me hicieron ver que la soledad es mejor en compañía y que reír sin motivo es una buena forma de pasar el tiempo, me hicieron decidir en que consistiría mi futuro, obtuvieron en mí una persona que aprendió a amarles sin ningún tipo de prejuicio y tejieron una inmensa red de sentimientos que tuve la suerte de poder vivir. Fueron esos ojos marrones, a los que nunca vi llorar, los que me hicieron despertar de mi largo letargo. Fue por ellos, que abrí las alas y aprendí a volar.
No me arrepiento de haber querido al portador de esos ojos marrones,
y no me arrepiento de seguir queriéndolo.