Camino por el parque.
Había mucha gente. Me agobiaba y me sentía fuera de lugar. Muy fuera de lugar. Todos hablaban con todos, y hoy yo no quiero hablar con nadie. Quiero observar el mundo desde fuera, abandonar mi cuerpo y ser etérea, poder flotar entre los comentarios sibilinos de algunos y las risas incontroladas de otros pocos. No dejar de escuchar música, sumirme en las notas musicales, que mis pies se muevan al compás. Quiero no obligarme a poner buena cara si no lo siento, y no decir hola para iniciar una conversación absurda e hipócrita.
Hoy quiero ser la única persona del mundo, y caminar sola por el parque. Sintiendo la melodía en todos los poros de mi piel y el verde que me rodea. Necesito verde, como dice él. Y es justo él, quién aparece tras de mí y me asusta sin proponérselo, se inmiscuye en mis pensamientos pero por ahora mis oídos son todos de Michel Bublé. Caminamos mucho y hablamos poco. No, hoy no quiero hablar. Quiero actuar. Y salgo corriendo. Necesito sentir mi pulso acelerado, mi respiración entrecortada, la elongación de mis piernas, la explosión de fuerza en mi interior. Necesito sudar, que mis poros lloren, eliminar toxinas para ver si así expulso todo lo extraño que llevo dentro. ¿Inseguridades? ¿Preocupaciones? ¿Incertidumbre? ¿Desmotivaciones? ¿Inexperiencia? ¿Miedo? ¿Miseria? ¿Autodestrucción? Todo lo extraño que llevo dentro y que no sé cómo explicar. Toda esa mezcla de sentimientos, hormonas y perfume de fresa. Cero de racionalidad, me he dado cuenta de que no sirve para absolutamente nada. Todo. Quiero expulsarlo todo y quedarme en blanco.
Sigo corriendo. Corro y mis piernas no me fallan. Mis piernas no, pero mi corazón sí. Quiero parar porque deseo que me alcance, que me abrace como sólo él sabe hacer, quiero tenerlo tan cerca de mí que sea capaz de notar su aliento contra mi boca, quiero que me toque, quiero sentir su corazón a cien por hora y el retumbar de sus latidos en mis oídos, quiero que entrelace sus dedos entre los míos y que se los llevo a su boca para besarlos, quiero que acaricie mi rostro de tal manera que después me bese. Quiero parar. Quiero parar y lo hago. Pero de forma que él piense que me ha ganado, que me he cansado, que puede conmigo en ese aspecto; aunque podría seguir corriendo durante 30 minutos más sin ningún tipo de problema.
Mientras paro, me agarra por la cintura y me coloca frente a él. Nos miramos, directamente a los ojos, escrutando nuestras almas y enviando un mensaje que solo nosotros sabemos interpretar. SOY FELIZ. Navegamos en medio del Pacífico y nunca un océano me pareció tan inmenso. Decido quedarme en él, en mi barco de vela, sin motor ni timonel, sin radar ni brújula, sin estrellas que me guíen o víveres que puedan alimentarme. Aprenderé todo lo que necesite saber y construiré mi vida en medio de el ignoto océano. Este es mi sitio; porque yo fui hecha para la mar, y no para tierra firme. Y te acercas más a mí, jadeas cansado por la carrera. Me besas. Me besas lento, con suavidad, con ternura. Me besas pausado, progresivamente, sin movimientos bruscos. Me besas con amor, con pasión escondida. Me besas con ganas de poder ofrecérmelo todo, aunque ambos sabemos que no es posible. Me besas y sigues jadeando en mi boca. Me besas y, es preferible, porque no sabría que decir. Sigues besándome. Nuestras respiraciones se acompasan, tu pulso cardíaco disminuye y mis ganas locas de gritar al mundo que corra van disminuyendo. Te tengo aquí, en mi boca, jugando a no encontrarnos. Y el beso termina, entre jadeos de mi boca y sonrisas de la tuya.
Nos quedamos mirándonos sin realmente vernos. Desde tan cerca es imposible, tu cara y la mía están en contacto. Veo el resplandor castaño de tus ojos y el brillo que destilan.
- Te quiero.
- Y yo.
Creo que corría para evitarlo todo,
pero no tengo nada que evitar.